21/6/10

La flecha del tiempo

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Cita el doctor Brian Greene en The Fabric of the Cosmos. Space, Time and the Texture of Reality al astrofísico británico Sir Arthur Eddington y su teoría de la “flecha del tiempo”, en una introducción ligera, audaz, de nuestra percepción del tiempo.

Estamos tan acostumbrados a que el día tiene 24 horas, y que las mismas están distribuidas en paquetes discretos, que diferirán unos de otros dependiendo de la tarea destinada a ese día, que transcurrimos inconscientes a lo largo de las mismas y de los mismos, sin tener plena consciencia de lo que es el pasar del tiempo. Y si no, fijaos. ¿Qué son 24 horas? 1440 minutos. Y, ¿qué son 1.440 minutos? 86.400 segundos. Puesto que la medida se hace incómoda para distribuir un día en minutos, y no digamos en segundos, acudimos a una unidad más grande, y de ahí las horas. Sabemos perfectamente qué son 24 horas, pero… si negociando las cláusulas de un contrato, el entrevistador nos espetara que tendríamos una jornada laboral de 144.000 segundos, ¿firmaríamos sin más, una vez revisadas las condiciones económicas?

Bien, ahora, cambiemos nuestra perspectiva. Y quizás este párrafo pueda sólo servir a aquellos que acudan a un gimnasio habitualmente. Bicicleta estática. Nuestro entrenador nos encomienda la sudorosa tarea de pedalear durante 15 minutos a buen ritmo… ¡Dios mío, si acabo de tomarme el postre! De acuerdo, puede ser un poco duro. Rebajemos el listón. Abdominales (no sé qué son peor). Dejémoslo en dos minutos de abdominales. ¿Que todavía parece mucho? De acuerdo. Un minuto. Un minuto concentrando nuestras abdominales (seguro que me sacan en el próximo capítulo de mi culebrón favorito con el torso al aire). Un minuto, nuestro abdomen al rojo, echando chispas. Un minuto que es una eternidad. Pero, entrenador, ¿cuándo se acabará este martirio?

Sigamos retorciendo nuestro punto de vista. Hagamos un largo viaje hacia atrás en el tiempo. Empieza a hacer calor, ¿verdad? Claro, nos estamos acercando a la gran expansión, mejor dicho, supuesta gran expansión. Está todo tan condensado que es difícil distinguir unas partículas (que no son tales, pero dejemos este asunto para otra entrada) de otras, y el calor se hace ya tan insoportable que ni el jarro de agua fría de la reforma laboral es capaz de calmar nuestro sofoco. Pero el tiempo está tan aglomerado a su vez que los segundos parecen siglos, y por ello somos capaces de observar, maravillados, cómo en el entorno temporal que existe entre 0,000000000001 y 0,0000000000000000000000001 segundos la temperatura ha aumentado o disminuido, dependiendo del sentido de nuestro viaje, la friolera (aunque este sustantivo con aires de calificador no sea precisamente el adecuado) de diez billones de veces. ¡Qué relativo que es el tiempo!

Hace dos fines de semana tuve un reencuentro con mis compañeros de colegio. Imágenes de hace 25 años pasaban por mi registro una tras otra, simultáneas, pisándose los talones. Miradas que han pasado por 25 años de experiencias volvieron a la inocencia de una adolescencia repleta de ilusiones, fantasías y proyectos. Abrazos, besos, risas, recuerdos, palabras escritas en el aire que volvieron a volar y cruzar nuestros sentidos. En cierto sentido, fue como cruzar el espacio-tiempo a través de un portal en el corazón. Sentimientos dormidos que despertaron, escenas imborrables que cobraron vida.

En Programación Neurolingüística acudimos a una herramienta llamada “anclaje” con el objetivo de volver a un estado de conciencia, o consciencia, como prefiráis, en el que nos sentimos conectados con nosotros mismos, y por tanto, capaces para desarrollar aquella actividad que nos bloquea en el estado actual.

Y es que el tiempo es una ilusión, y como tal, podemos manipularla a nuestro antojo. Quizás, con un buen “anclaje”, pero de ello hablaremos dentro de muchos, muchos segundos.